Quienes han estado lanzando advertencias sobre Facebook tienen razón: casi cada minuto que pasamos en nuestros teléfonos inteligentes, tabletas y laptops visitando nuestros sitios favoritos y revisando las publicaciones que seguimos, nos apresuramos a conclusiones precipitadas. Se nos presiona para que nos conformemos.
Pero no podemos culpar a los titiriteros del equipo de Mark Zuckerberg. Nosotros somos los verdaderos culpables. Cuando se trata de imponer una perspectiva por encima de todas las demás y pastorear a la gente para que sea parte de tribus cultural e ideológicamente intolerantes, nada de lo que nos hace Facebook se acerca a lo que nosotros mismos nos hacemos.
Me refiero a cómo utilizamos las redes sociales en particular e internet en general… y cómo dejamos que nos utilicen. En realidad no son agentes sino cómplices, nuevas herramientas para satisfacer impulsos antiguos, parte de “una larga secuencia de innovaciones tecnológicas que nos permiten hacer lo que queramos”, señaló el psicólogo social Jonathan Haidt, quien escribió el exitoso libro de 2012 The Righteous Mind.
“Y una de las cosas que queremos es pasar más tiempo con la gente que piensa como nosotros y menos con la gente que es distinta”, agregó Haidt. “El efecto Facebook no es trivial. Pero es un catalizador o amplificador de una tendencia que ya estaba ahí”.
Con “el efecto Facebook” no se refería a la posibilidad, de la que se ha hablado en detalle durante semanas recientes, de que Facebook manipule su menú de noticias “actuales” para subrayar opiniones y medios liberales. Ese menú es solo una faceta de Facebook.
Lo que sucede más a menudo en los muros de muchos usuarios es que las publicaciones de nuestros amigos y otras personas o grupos que seguimos en nuestra red son información que depende totalmente de las decisiones que nosotros mismo tomamos. Si buscamos, damos me gusta y comentamos misivas furiosas de los simpatizantes de Bernie Sanders, nos enfrentaremos a más misivas furiosas de los simpatizantes de Sanders. Si evitamos esos arrebatos, los mensajes desaparecen.
Esa es la dinámica crucial, algoritmo o como quieran llamarlo. Esa es la trampa y la maldición de nuestras vidas en línea.
Internet no está amañado para darnos información sobre la izquierda, la derecha, los conservadores o los liberales… al menos no antes de que nosotros lo elijamos. Está diseñado para darnos más de lo mismo, sin importar de qué se trate: una nota sostenida y continua de la misma frecuencia entre la amplia selección de música que contiene la red o una fragancia redundante de un jardín de posibilidades infinitas.
Hace algunos años compré un gel de baño de Jo Malone. Lo compré a través del sitio web de la compañía. Unos meses después, mientras navegaba por el ciberespacio, Jo Malone me acechaba, siempre siguiendo mis pasos digitales, siempre en una esquina de mi pantalla: una vela de Jo Malone por aquí, una colonia de Jo Malone por allá. Me habían perfilado y encasillado: fanático de Joe Malone. Desde luego, podía elegir entre olor a madera, cítrico, floral e incluso frutal, pero no había Aramis en mi mundo aromático ni mucho menos Old Spice.
Sucede lo mismo con las ficciones que leemos, las películas que vemos, la música que escuchamos y, algo más preocupante, las ideas a las que nos adherimos. Nadie las critica. Se refuerzan y se validan. Al guardar ciertos blogs y personalizar las actualizaciones que aparecen en nuestras redes sociales, modificamos las noticias que consumimos y las creencias políticas a las que estamos expuestos como nunca antes. Esto tiñe nuestros días, o más bien les quita todo el color para reducirlos a tonos únicos.
Quienes han estado lanzando advertencias sobre Facebook tienen razón: casi cada minuto que pasamos en nuestros teléfonos inteligentes, tabletas y laptops visitando nuestros sitios favoritos y revisando las publicaciones que seguimos, nos apresuramos a conclusiones precipitadas. Se nos presiona para que nos conformemos.
Pero no podemos culpar a los titiriteros del equipo de Mark Zuckerberg. Nosotros somos los verdaderos culpables. Cuando se trata de imponer una perspectiva por encima de todas las demás y pastorear a la gente para que sea parte de tribus cultural e ideológicamente intolerantes, nada de lo que nos hace Facebook se acerca a lo que nosotros mismos nos hacemos.
Me refiero a cómo utilizamos las redes sociales en particular e internet en general… y cómo dejamos que nos utilicen. En realidad no son agentes sino cómplices, nuevas herramientas para satisfacer impulsos antiguos, parte de “una larga secuencia de innovaciones tecnológicas que nos permiten hacer lo que queramos”, señaló el psicólogo social Jonathan Haidt, quien escribió el exitoso libro de 2012 The Righteous Mind.
“Y una de las cosas que queremos es pasar más tiempo con la gente que piensa como nosotros y menos con la gente que es distinta”, agregó Haidt. “El efecto Facebook no es trivial. Pero es un catalizador o amplificador de una tendencia que ya estaba ahí”.
Con “el efecto Facebook” no se refería a la posibilidad, de la que se ha hablado en detalle durante semanas recientes, de que Facebook manipule su menú de noticias “actuales” para subrayar opiniones y medios liberales. Ese menú es solo una faceta de Facebook.
Lo que sucede más a menudo en los muros de muchos usuarios es que las publicaciones de nuestros amigos y otras personas o grupos que seguimos en nuestra red son información que depende totalmente de las decisiones que nosotros mismo tomamos. Si buscamos, damos me gusta y comentamos misivas furiosas de los simpatizantes de Bernie Sanders, nos enfrentaremos a más misivas furiosas de los simpatizantes de Sanders. Si evitamos esos arrebatos, los mensajes desaparecen.
Esa es la dinámica crucial, algoritmo o como quieran llamarlo. Esa es la trampa y la maldición de nuestras vidas en línea.
Internet no está amañado para darnos información sobre la izquierda, la derecha, los conservadores o los liberales… al menos no antes de que nosotros lo elijamos. Está diseñado para darnos más de lo mismo, sin importar de qué se trate: una nota sostenida y continua de la misma frecuencia entre la amplia selección de música que contiene la red o una fragancia redundante de un jardín de posibilidades infinitas.
Hace algunos años compré un gel de baño de Jo Malone. Lo compré a través del sitio web de la compañía. Unos meses después, mientras navegaba por el ciberespacio, Jo Malone me acechaba, siempre siguiendo mis pasos digitales, siempre en una esquina de mi pantalla: una vela de Jo Malone por aquí, una colonia de Jo Malone por allá. Me habían perfilado y encasillado: fanático de Joe Malone. Desde luego, podía elegir entre olor a madera, cítrico, floral e incluso frutal, pero no había Aramis en mi mundo aromático ni mucho menos Old Spice.
Sucede lo mismo con las ficciones que leemos, las películas que vemos, la música que escuchamos y, algo más preocupante, las ideas a las que nos adherimos. Nadie las critica. Se refuerzan y se validan. Al guardar ciertos blogs y personalizar las actualizaciones que aparecen en nuestras redes sociales, modificamos las noticias que consumimos y las creencias políticas a las que estamos expuestos como nunca antes. Esto tiñe nuestros días, o más bien les quita todo el color para reducirlos a tonos únicos.
Construimos una serie de ecos de afirmación perfectamente delineados que convierten la convicción en fervor, la pasión en furia y los desacuerdos con la oposición en la satanización del asunto. Después nos sorprendemos con las multitudes en Twitter que defienden a Sanders o el éxito surreal de la candidatura de Donald Trump, cuyo eslogan histórico bien podría ser: “Todo lo que sé es lo que está en internet”.
Esas fueron sus palabras literalmente, una excusa despreocupada después de afirmar erróneamente que un manifestante en uno de sus mítines estaba relacionado con extremistas islámicos. Había visto un video en alguna parte y decidió tomarlo por verdadero. Su inteligencia no era ni es fundada, sino viral… y está convenientemente ajustada a sus argumentos y necesidades. Con una búsqueda en Google que sea lo suficientemente creativa o crédula, siempre puede encontrarse una “verdad” egoísta, junto con un enorme grupo de supuestos expertos que pongan sus manos en el fuego por esa verdad, así como una hermandad de discípulos.
Los anunciantes de carnaval, las teorías de conspiración, el sesgo deliberado o un partidismo desagradable no son nada nuevo, y no es que hayan alcanzado extremos sin precedentes. Lo que es notable y un poco descorazonador es la manera en que estos medios alimentan ese comportamiento en vez de mejorar nuestra capacidad de educarnos. La proliferación de los canales de televisión por cable y el crecimiento del internet prometieron expandir nuestros mundos, no encogerlos. En vez de eso han aumentado la velocidad y la minuciosidad con la que nos hemos replegado en los enclaves de quienes piensan como nosotros.
Eli Pariser analizó todo esto en su libro de 2011 The Filter Bubble, y señaló que cada vez que tocamos la pantalla, damos clic o apretamos una tecla, decidimos qué veremos a continuación y creamos una realidad confeccionada cercana a la ficción. No todos comparten este análisis, incluyendo a los propios responsables de Facebook, que publicaron un estudio revisado por colegas en la revista Science el año pasado, mediante el que cuestionaron la homogeneidad del feed de noticias de determinado usuario de Facebook.
Sin embargo, es incuestionable que en una era llena de opciones, en la que abunda la mercadotecnia de nicho y se exalta el individualismo, nos encasillamos con una eficiencia escalofriantemente despiadada. Hemos depuesto puntos de referencia universales. Hemos perdido terreno en común.
“La tecnología facilita que nos conectemos con la gente que comparte intereses en común”, dijo Marc Dunkelman, y agregó que también hace más fácil que evitemos “las interacciones cara a cara con ideas diversas”. Tocó ese punto en un libro incisivo de 2014: The Vanishing Neighbor, que encaja con la obra de Haidt y con Bowling Alone, Coming Apart y The Fractured Republic obras pertenecientes a la llamada literatura de la fragmentación estadounidense moderna, un género en auge.
Estamos menos comprometidos y confiamos menos en las grandes instituciones de lo que estábamos y hacíamos en el pasado. Cuestionamos su sabiduría y la sustituimos con la mentalidad grupal de las microcomunidades, muchas de las cuales han sido formadas en línea, y que muestran sensibilidades que pueden ser más peculiares e implacables.
Facebook, junto con otras redes sociales, contribuye a esto. Haidt notó que a menudo se desalienta a los disidentes dentro de un grupo de amigos al acelerar la deshonra. Señaló la corrección política que se refuerza entre estudiantes en muchas universidades.
“Facebook permite que la gente reaccione a lo que alguien más dijo tan rápidamente que de verdad temen estar fuera de lugar”, comentó.
Pero no se trata de un feed desequilibrado de noticias. No se trata del algoritmo de un hechicero. Se trata del tribalismo que ha existido desde que la humanidad existe y ahora pone raíces en el suelo fértil del internet, que lo está convirtiendo en una flor traicionera.
Fuente: The Wall Street Journal